El robo de bebés es un delito de lesa humanidad, de profundo calado, que
afecta, a la vida de varias generaciones vivas, a nuestra memoria del
pasado y del presente, a las políticas de género y de exaltación de la
maternidad obligatoria, a la exclusión de las mujeres de su propio
cuerpo. Evidencia la mezquina apariencia de democracia que sucedió al
dictador y en la que se tapan los crímenes y avalan las redes de tráfico
de bebés. El Estado sigue cerrando la puerta a la Justicia que reclaman
las madres que fueron robadas.
Hay varios cientos de miles de personas
en este país—cantidad sin cuantificar oficialmente, dado el silencio,
las negativas y continuas puertas cerradas con las que se responde en
archivos, cementerios, clínicas y juzgados – que desconocen que fueron
secuestradas al poco de nacer y dadas en adopción. Hay varios cientos de
miles que constan como hijas e hijos biológicos de madres que no lo
son, tras un trasiego de habitaciones, de simulacros de parto y de
documentos. Hay decenas de miles de mujeres a quienes les robaron sus
bebés nada más parirlos, en las clínicas y en los hospitales públicos y
privados, tras decirles que habían muerto, sin mostrarles siquiera su
cadáver.
El secuestro de bebés fue parte de una
política diseñada para erradicar la oposición al fascismo desde dentro
de las familias y para domesticar a las mujeres desmandadas
Algunas eran presas, otras jóvenes
solteras con escasos recursos, otras casadas, madres de otros hijos e
hijas, algunas asalariadas, otras, amas de casa; todas, mujeres a las
que les arrebataron sus bebés, desde las instituciones del Estado y
desde clínicas y centros sanitarios y religiosos.
El robo de bebés es un delito de lesa Humanidad que no prescribe.
Se contabilizan 2000 demandas ante los
Tribunales de Justicia españoles, muchas de ellas archivadas y otras
miles que no han sido aceptadas a trámite, ya que los juzgados
consideran que carecen de documentación que les acredite. A las madres, a
las hermanas, a los padres y hermanos que buscan les cierran las
puertas en archivos de parroquias, clínicas, maternidades y hospitales.
Un manto de silencio cómplice cubre a médicos, funcionarios y
sanitarios, comadronas, monjas y curas, profesionales de la más diversa
índole, incluidos los encargados de enterramientos, notarios y/o
abogados. Hay un cálculo aproximado de más de 300 000 madres robadas,
o sea, 300 000 personas que fueron secuestradas al nacer y que
desconocen que fueron dados en adopción contra la voluntad de su madre
biológica y desconocen su verdadera filiación. La querella argentina
contra el franquismo aceptó a trámite la denuncia de algunos médicos y
en este momento, sobre un ginecólogo de Cádiz, ya jubilado, pesa una
orden de detención, la misma que pesa sobre Martin Villa y otros 19
responsables de la dictadura. Por primera vez, la Justicia señala a un
culpable y reclama su detención.
Esta es una tragedia que incumbe al
conjunto de esta sociedad desmemoriada y profundamente patriarcal que
salió del franquismo por la puerta de atrás y que tiene pendiente poner
en orden su propia Historia, restituir y reparar a las victimas, y
condenar lo usos y abusos de un Estado totalitario que institucionalizó
el pensamiento único y legalizó el sometimiento de las mujeres; que
nunca pidió cuentas ni condenó los crímenes cometidos, ni restituyó la
verdad, ni facilitó el encuentro de las personas secuestradas y
desaparecidas con sus familias de origen, ni condenó la dictadura y al
Dictador.
Cuando la derecha ultraconservadora que
nos gobierna recorta los derechos y libertades de las mujeres, está
reconduciendo nuestra sociedad al mismo lugar de donde partimos,
devuelve los derechos a los 10 mandamientos y deja la asistencia pública
en manos de la organización patriarcal misógina más poderosa de la
tierra, la Iglesia Católica que tan bien sirve al neoliberalismo.
Hay miles de personas adultas que fueron
arrancadas de sus familias republicanas tras la victoria de Franco y de
las cárceles de la Dictadura, donde estaban recluidas con sus madres o
fueron paridas allí o confinadas en instituciones de los Tribunales
Tutelares de Menores y entregadas más tarde a familias afectas al
Régimen. Hay miles de hombres y mujeres, que nacieron de jóvenes solteras en clínicas del Patronato de Protección de la Mujer y
les arrancaron sus bebés porque, decían, ellas “no estaban preparadas
para asumir la maternidad” y sí lo estaban aquellas familias con medios
económicos y acreditado nacional-catolicismo a las que iban a parar los
niños y niñas secuestrados.
Hay miles, decenas de miles de madres
que parieron en clínicas privadas y públicas, asistidas por ginecólogos
–con frecuencia vinculados al Opus Dei- y generalmente acompañadas de
religiosas, que acreditan cómo, a partir de los años sesenta, el robo de
bebés dio un salto cualitativo y se convirtió en un saneado negocio en
el que las víctimas carecían de defensa frente a las instituciones
sanitarias, religiosas y frente al Estado. Hay víctimas –mujeres- con
derechos reiteradamente vulnerados, hay unas instituciones que se
encargaron de administrar y facilitar su vulneración y hay un Estado que
lo consintió y lo mantiene impune en el presente.
Lejos de ser asuntos particulares,
extraordinarios y raros, los miles de casos que han visto la luz, los
informes realizados desde las asociaciones y por quienes han investigado
contra viento y marea, ponen de manifiesto que se trata de delitos
cometidos contra las mujeres de forma reiterada, a lo largo de décadas y
que responden a un patrón de comportamiento generalizado, como señala
una y otra vez la abogada Ana Messuti, que forma parte de la CEAQUA
(Coordinadora Estatal de Apoyo a Querella Argentina contra crímenes del
franquismo), que integra denuncia por el robo de bebés.
Hay decenas de organizaciones de mujeres
por pueblos y ciudades que tratan de averiguar que ocurrió con sus
bebés, dónde fueron a parar. Buscan y se enfrentan solas, como siempre
lo hicieron, logrando apenas saltar a la actualidad, en un esfuerzo
titánico y sin descanso que da la talla de su fortaleza. Ellas, tan
individuales, tan domésticas, tan raras, tan locas, tan particulares.
Noticias, programas, debates que no rompen el cerco de la
individualidad, de su historia personal, familiar, doméstica. Como si
esas mujeres fueran casos exclusivos, personales tragedias capaces, eso
sí, de llenar páginas de diarios, sin agujerear con el crimen que
denuncian el velo patriarcal de una sociedad aplastada bajo la misoginia
social que trivializa los delitos contra las mujeres y los arrincona en
lo privado.
Pese a ser delitos cometidos contra las
mujeres de forma reiterada y bajo el mismo patrón, los medios tienden a
abordar el tema bajo el enfoque de la tragedia personal
Así lo afirma Messuti: “A la mujer
víctima de delitos no sólo se la confina al mundo privado, sino que se
confina a él la victimización misma que puede padecer”.
¿Podremos poner fin a tanta invisibilidad?
El robo a las madres, el secuestro de
bebés fue parte de una política diseñada por el poder franquista para
erradicar la oposición al fascismo desde dentro de las familias y para
domesticar a las mujeres desmandadas en tiempos de democracia. Se trató
de arrebatarles el poder sobre ellas mismas y, llegado el caso, la
filiación sobre sus propios hijos e hijas. De separarlos de ellas, de
negares la propia procedencia, arrogándose el Estado, a través de sus
instituciones y de personas afines -monjas, médicos, funcionarios,
ginecólogos, curas, abogados, notarios y enterradores- la autoridad de
redistribuir los bebés nacidos, borrando toda señal de sus orígenes.
Comenzó con la victoria de Franco y de
su golpe de Estado, se desarrolló desde las entidades psiquiátricas, en
las instituciones penitenciarias, y atravesó los Tribunales de Menores y
los orfanatos y Preventorios donde en los primeros años de la dictadura
fueron a parar decenas de miles de niños y niñas de familias y mujeres
republicanas. Antonio Vallejo-Nájera, responsable de los servicios
psiquiátricos militares de Franco, elevó la disidencia a categoría médica
y abogó por la separación de los hijos e hijas de las mujeres rojas
para evitar su contaminación, entregándolos a una educación que
denominaba “curativa”. Su carrera fue próspera durante el Franquismo: en
1950 presidió el Primer Congreso Internacional de Psiquiatría,
celebrado en París.
Para controlar y reprimir a las mujeres,
en 1942 se creó el Patronato de Protección a la Mujer, destinado a
sacar de la calle a las descarriadas – que sumó sus esfuerzos a los de
la Sección Femenina, cuya tarea era reeducar a la totalidad de las
mujeres españolas – y un sin número de congregaciones religiosas – entre
ellas las Oblatas, las Adoratrices, las Cruzadas Evangélicas- – se
ocuparon de lo que llamaron recristianizar a jóvenes recluidas en sus
instituciones, repartidas por toda la geografía española, desde los 15 a
los 25 años. Esas instituciones disponían de Maternidades donde
destinaban a las jóvenes embarazadas y solteras para que dieran a luz y
en las que las forzaban a dejar en adopción a sus bebés. Hay ya un buen
puñado de artículos, libros y testimonios que lo narran, entre ellos el
libro de Consuelo Garcia Cid, ’Las desterradas hijas de Eva’ (Algón
Editores, 2012); ella misma estuvo recluida en un centro de las
Adoratrices en Madrid.
Pasados los años cincuenta, la
impunidad, la misoginia, el control social sobre las mujeres, su uso
como vientres reproductores para la patria, se convirtieron también en
suculento negocio. Tras décadas de terror nacional-católico, cuando las
adopciones fraudulentas se multiplicaban en un comercio que se extendía
más allá de las fronteras españolas, desde el propio Estado se creó la
Asociación Española para la Protección de la Adopción (AEPA) en 1969,
bajo el patrocinio del Consejo Superior de Protección de Menores y
Cáritas Española, durante la presidencia del fiscal general del Tribunal
Supremo, Gregorio Guijarro Contreras. Esta institución, que en 1978 fue
declarada de utilidad pública, facilitó ampliamente adopciones
fraudulentas, de las que todavía no se conocen datos oficiales. La ley
de adopción de la democracia, que en su preámbulo señala las
irregularidades habidas durante décadas anteriores, no llegó hasta 1987.
Lo que sabemos apenas es un pequeño
iceberg de lo que queda por conocer. Estamos en las puertas de ponerle
fin al sistema fruto de la dictadura, aquella reforma nacida del
franquismo que ahora hace aguas y que tiene suficientes fuerzas para
reinventarse. ¿Podremos evitarlo? Los crímenes contra las mujeres deben
salir de las cocinas, de los dormitorios, de las páginas de sucesos, de
los platós para aumentar audiencias y situarse donde corresponde, en la
centralidad de la vida social y política de todxs, porque a todxs nos
incumbe.
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