Fuente: The New York Time 
Don Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia, rey de España:
Señor
 Sumajestad (disculpe, no sé si hay que llamarlo así; no sé qué dice un 
protocolo que, por suerte, ya vamos olvidando), perdonará que lo moleste
 ahora, pero es que estos días usted sale mucho en los papeles, está en 
su gran momento: los jefes de los partidos lo van a ver uno por uno y 
usted los recibe y les sonríe mayestático y al final le dice al que los 
españoles más o menos eligieron, Mariano Rajoy, que por qué no va y 
gobierna. Si usted no se lo dijera lo haría igual, claro, porque esto se
 llama democracia; así que lo suyo no es gran cosa, lo sabemos, pero es 
su trabajo y trata de hacerlo lo mejor posible.
 También
 sabemos, señor Sumajestad, que usted tiene una vida rara. Para empezar,
 nunca debió ganársela: tiene, desde antes de nacer, sus necesidades 
básicas —y muchas otras— satisfechas. Tiene, desde antes de nacer, por 
un sistema caprichoso que solo se le aplica a usted, su vida más o menos
 definida. Y le tocó, en esa extraña lotería personal, un trabajo 
rumboso pero bastante rutinario.
También
 sabemos, señor Sumajestad, que usted tiene una vida rara. Para empezar,
 nunca debió ganársela: tiene, desde antes de nacer, sus necesidades 
básicas —y muchas otras— satisfechas. Tiene, desde antes de nacer, por 
un sistema caprichoso que solo se le aplica a usted, su vida más o menos
 definida. Y le tocó, en esa extraña lotería personal, un trabajo 
rumboso pero bastante rutinario.
No
 debe ser fácil, señor Sumajestad. Nunca es fácil ser un heredero: ser 
ese que debe todo a los esfuerzos —políticos, económicos, públicos, 
ocultos— de papá. Y la monarquía es la quintaesencia de la herencia. No 
solo por eso es una institución tan extraña, tan de otros tiempos, de 
otras sociedades.
Le
 escribo con las mejores intenciones: no me confunda, señor Sumajestad. 
Es cierto que mi idea de España tiene mucho más que ver con la república
 —que mi abuelo Antonio apoyó y por cuya derrota yo nací en Buenos 
Aires— que con la monarquía. Pero no soy tan necio como para ignorar que
 a millones de españoles no les molesta ver coronas en escudos y 
banderas. Así que, lejos de prejuicios o rencores, puedo decírselo 
tranquilo: debería pensar en renunciar.
(O
 como quiera que se diga: su trabajo es tan raro que no se puede 
renunciarle; ustedes los reyes no renuncian: abdican del trono, son 
depuestos, hacen cosas).
Renunciar,
 abdicar, señor Sumajestad: conseguirse una casa, irse a su casa, 
buscarse un buen empleo. Se lo digo, repito, sin rencores. He escuchado 
decir que usted es más o menos buena gente, tolerante, incluso moderno 
para rey; alguien me ha llegado a decir que le van los sociatas. Serán, 
supongo, esos infundios que las personas como usted están acostumbradas a
 esquivar o, mejor, a desdeñar como merecen.
Así
 que no es nada personal. Al contrario, creo que es por su bien, por eso
 se lo digo. Su trabajo es aburrido y un poco rancio y bastante cómodo 
—no tiene jefes, no lo pueden echar, no hay quién le mida los horarios, 
no pueden amenazarlo con una reducción de personal— pero tiene una 
exigencia fuerte: debe usarlo, señor Sumajestad, para buscar su lugar en
 los libros de historia. Y no es fácil: su papá, señor, hizo lo más 
difícil. Reinstauró su monarquía, colaboró –dentro de un orden– con el 
restablecimiento de la democracia, se hizo querer, hizo mucho dinero. 
Usted, con todo respeto, no tiene mucho nuevo por hacer. Si acaso 
repetir y conservar, sin aspavientos, lo que él ya dejó hecho. No es 
gran cosa para los manuales.
Así
 que su única opción para no ser una nota al pie, señor Sumajestad, un 
párrafo perdido, es abdicar. Imagínese el golpe: usted en la pantalla 
anunciando que quiere ser un ciudadano como todos, vivir como uno más, 
hacer las cosas por su propio esfuerzo, porque entendió que privilegios 
como el suyo, por puro mérito de cuna, ya no tienen ningún sentido en 
estos tiempos; que todos los españoles deben ser iguales y que eso lo 
incluye y que por eso declara caduca y caducada la institución que 
representa, y propone acabarla.
Imagínese,
 señor, la sorpresa, el respeto. La renuncia siempre tiene buena prensa:
 alguien que, sin presiones, por convicción y propia decisión, deja algo
 que tenía. Y su renuncia sería única: no habría sucedido nunca antes. 
Por una vez, el adjetivo más devaluado de nuestro léxico de adjetivos 
devaluados, el adjetivo “histórico”, estaría justificado. Usted se 
habría ganado, en buena ley, el lugar que precisa en los libros de 
historia y fundado algo distinto, algo que podría durar siglos. Usted, 
entonces, ya no sería un capítulo más: sería un nuevo comienzo. Quizá le
 parezca que no es para tanto: yo imagino que sí. En una sociedad donde 
nadie tenga privilegios por motivos tan bobos como su ascendencia, es 
más fácil postular que nadie debe tenerlos por su dinero o su poder: que
 si alguien engaña o roba debe ir preso, sea quien sea, tenga lo que 
tenga; que si alguien necesita comida o salud o educación debe 
obtenerlas, sea quien sea, sin diferencias de poder o dinero, y todos 
viviríamos mejor.
Y
 no se deje arredrar por quienes dicen que usted es necesario como 
prenda de unidad, símbolo de este país siempre en cuestión. Es cierto 
que las naciones —esos inventos caprichosos y frágiles— usan símbolos, 
necesitan símbolos; las naciones tienen banderas, memorias, himnos, 
grandes relatos, odios, camisetas. Son símbolos con cierto grado de 
abstracción, desencarnados: unos colores, unos dibujos, unas palabras, 
unos versos con su musiquita. Que una nación necesite simbolizarse en un
 jefe vitalicio —sintetizarse en un señor, en carne— es un gesto de tan 
poca abstracción que suena pobre. Permita que su nación consiga símbolos
 mejores: más contemporáneos.
Piénselo,
 señor Sumajestad: se lo digo yo, que no soy nadie, casi un extranjero. 
Pero quizá muchos más estén de acuerdo. No le digo que lo haga ahora 
mismo, porque podría parecer una capitulación. Quién sabe dentro de un 
par de años, cuando acaben de juzgar a su cuñado fraudulento, cuando su 
padre ya no suene a elefantes difuntos o arribistas de revistas, cuando 
esos episodios se hayan difuminado en las memorias. Cuando ya no parezca
 que el problema de su institución son sus errores y excesos sino la 
propia institución; cuando todos puedan apreciar la grandeza 
inmarcesible de su gesto. Piénselo, señor: hay páginas y páginas que 
esperan sus palabras. Piénselo, si le parece, y conmigo no tenga 
cuidado: si llega a decidirlo, puede decir que se le ocurrió solo, en la
 ducha, una mañana, porque no terminaba de estar cómodo en esta vida tan
 ajena que le tocó en la lotería.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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