MUERTE DE UN CICLISTA, O LAS CUNETAS DEL FRANQUISMO

La España de 1955 mantenía abiertas las heridas de la Guerra Civil, explotando la retórica de la victoria, que condenaba a los perdedores de la contienda a vivir entre el miedo, la humillación y la precariedad. Muerte de un ciclista, estrenada ese año, sorteó los obstáculos de la censura mediante un relato plagado de alusiones, elipsis y sobreentendidos, que no escondían tanto una alternativa ideológica como una visión trágica de las relaciones humanas, marcadas por el desigual reparto del poder, el atractivo sexual y la riqueza. Es indiscutible que la película era un alegato encubierto contra el régimen, pero un fuerte pesimismo existencial cuestionaba la posibilidad de una sociedad sin oprimidos, satisfechos y humillados. Juan Antonio Bardem trabajó estrechamente con Alfredo Fraile (fotografía), Luis Fernando de Igoa (guión) y Margaría de Ochoa (montaje) para alumbrar un film en la que se aprecia la influencia del neorrealismo y se anticipan algunos aspectos de la nouvelle vague. Luis Fernando de Igoa ideó la trama argumental: una pareja de amantes que regresan de una cita romántica atropellan a un ciclista. Se trata de María José (Lucía Bosé) y Juan (Alberto Closas), nítidamente caracterizados desde un principio. En cambio, hasta bien avanzada la acción, no sabremos que la víctima es un obrero metalúrgico, con mujer e hijos. Nunca llegaremos a ver su cara ni su cuerpo. La cámara sólo nos muestra su espalda cuando pedalea por la cuesta de una solitaria carretera, mientras cae una finísima llovizna. A los lados, sólo hay estepa, con surcos de tierra roturada, enormes charcos y árboles escuchimizados, con los troncos ennegrecidos, casi carbonizados, y las ramas desnudas. La desolación y frialdad del paisaje insinúan un punto intermedio entre el otoño y el invierno. El ciclista sube penosamente la pendiente. Al llegar a lo más alto, sólo es un punto diminuto que desaparece por un desnivel, un ser anónimo e insignificante. Poco después, surge un Fiat negro, pegando bandazos. El automóvil se detiene y Juan, que ocupa el asiento del copiloto, se baja con una mueca de angustia. Corre con una gabardina cruzada y uno de esos bigotitos que proliferaban en los años estelares de Errol Flynn, Clark Gable y Jorge Negrete, los galanes de moda. Menos decidida, María José permanece en un segundo plano, encogida en su abrigo de piel.

Juan descubre que la víctima aún respira. Se advierte su malestar y el deseo de auxiliar al herido, pero Lucía le urge para que se marchen. No deben complicarse la existencia. Podrían ser acusados de homicidio y salir a la luz su idilio clandestino. La cámara deja fuera de campo al ciclista, que agoniza silenciosamente. Sólo muestra un amasijo de hierros y una rueda de la bicicleta, girando en el vacío. Al igual que los miles de fusilados por los militares golpistas, su destino es desaparecer por el desagüe de la historia. No le aguarda una fosa común, pero sí el olvido y la presumible impunidad de los responsables de su muerte. Los amantes vuelven al coche y huyen en silencio, mientras la llovizna se recrudece y los limpiaparabrisas barren enérgicamente el cristal. No se detienen hasta llegar al viaducto de la calle Bailén. Conmocionados, permanecen callados. La cámara recorta su perfil en un plano medio. Parecen dos desconocidos, dos rostros esculpidos por la culpa, el miedo y el egoísmo. Los limpiaparabrisas no cesan de moverse, produciendo un sonido monótono e impregnado de fatalismo. Cuando Juan abandona el coche y María José se aleja conduciendo, dos ciclistas cruzan el puente, quizás como un eco de la tragedia y un recordatorio de la fragilidad de la existencia.

Ese mismo día, María José acude a una cena en la embajada norteamericana, donde su marido, un rico empresario, la sorprende con un regalo inesperado: un brazalete de diamantes. La frivolidad y el lujo contrastan con la soledad de Juan, que fuma un cigarrillo en su cuarto, con la cara ensombrecida por los remordimientos. Aún vive con su madre. María José era su novia, pero no lo esperó cuando estalló la guerra y se marchó al frente. Aunque lo amaba, prefirió la seguridad y el bienestar material. Incapaz de renunciar a nada, reanudó la relación, pero de forma clandestina, convirtiendo el afecto en aventura. Juan luchó con el bando franquista. La censura no habría permitido otra opción. Sus hermanos murieron en las trincheras. Su madre, una viuda orgullosa de sus hijos caídos, disfruta de una buena posición social, pero su hogar es un lugar sombrío y rebosante de tristeza, con muebles antiguos y pesados cortinajes. En cambio, María José disfruta de una vivienda luminosa y moderna, donde predominan el blanco, los muebles de diseño y las obras de arte. Juan duerme solo, sin otra compañía que sus libros y el humo de sus cigarrillos. Gracias a su cuñado, ocupa una plaza de profesor adjunto en la universidad. No se engaña. Sabe que es un enchufado con un carácter débil e inconstante. Según sus propias palabras, la guerra lo dejó vacío por dentro. Ya no cree en nada e intenta no pensar en el futuro.

La sombra del chantaje se extiende sobre los amantes cuando Rafa, un cínico y resentido crítico de arte, les revela que los ha visto en la carretera. Rafa es un personaje antipático y ruin, pero su miseria interior no es menos profunda que la de la burguesía franquista, con su doble moral y su ausencia de escrúpulos. Bardem escoge el Hipódromo de la Zarzuela, una suntuosa boda y un tablado flamenco para mostrar la hipocresía de las elites económicas y sociales. La galería de personajes incluye a Jorge, cuñado de Juan, un jerarca del régimen, aficionado a la retórica grandilocuente. Sus discursos resultan tan insulsos y vacíos como las arengas de Franco, pero con una voz campanuda que recuerda a los locutores de la época. Aunque se habla de cruzada, la motivación última de la dictadura es preservar y consolidar los privilegios de una minoría, fundamentalmente banqueros, latifundistas y grandes empresarios. Cuando Juan visita la corrala en que vivía el ciclista atropellado, se encuentra con un barrio miserable, con fachadas sucias y agrietadas, calles sin asfaltar y lúgubres viviendas sin agua corriente. Juan finge ser periodista para averiguar si hay algún indicio que los incrimine. Habla con una vecina, que se muestra escéptica sobre las pesquisas de la policía. El sino del pobre es vivir discretamente y morir sin causar molestias. Nadie se preocupa de sus desgracias y, menos aún, de hacer justicia. Juan se aleja del barrio por una calle por la que circulan varias bicicletas. Los planos explotan el escorzo, subrayando los sentimientos de culpa, pesar y miedo. La fotografía acentúa los contrastes del blanco y negro, asimilando las lecciones del neorrealismo. Durante toda la secuencia se respira una atmósfera semejante a la de Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), con esa mezcla de dolor y desesperanza liberada por la guerra, que constituye la rutina de las familias menos favorecidas. La dignidad sólo es un lejano ensueño cuando el paro y los salarios raquíticos impiden vivir con dignidad.

La angustia de Juan crece sin parar. Durante un examen oral, suspende a una de sus alumnas de forma arbitraria e injustificada. Un primerísimo plano de sus ojos refleja su tormento interior, que lo aísla de la realidad, propiciando las reacciones absurdas e irreflexivas. La cámara recorta la mirada de Juan con un dramatismo hiperbólico, que evoca la honda perturbación de los personajes de Fritz Lang, acosados por la locura, el desasosiego o el fracaso. La función de circo en la que se encuentran María José y Juan enturbia aún más el clima de desorden moral. La inocencia de los niños, celebrando con carcajadas las ocurrencias de los payasos, parece irreal en un mundo dominado por pasiones dañinas. Es la misma inocencia de Matilde Luque, la alumna suspendida injustamente, que acude a hablar con Juan en la sala de profesores. La profundidad de campo de la escena, que imprime a la mesa de juntas un tamaño descomunal, destaca la insoportable soledad de Juan. Sabe que no ha obrado bien con Matilde y su escasa autoestima se tambalea, anunciando dolorosos abismos. Cuando más tarde estalla una protesta estudiantil y una piedra rompe el cristal del despacho del decano, donde se ha convocado una reunión de urgencia para atajar el conflicto, Juan se asoma y su rostro parece fragmentado y levemente desfigurado. Es un efecto óptico, pero el cristal roto que enmarca su cara parece una inspirada metáfora de su colapso interior.

María José no experimenta culpa, sino miedo. Un miedo semejante al que le hizo casarse con Miguel, su rico y arrogante marido. El miedo es el telón de fondo del franquismo. Juan admira a los estudiantes que se solidarizan con Matilde, pues se han atrevido a rebelarse. La policía interviene para preservar el orden público, no la paz social. En cierto sentido, actúa como Rafa, el elocuente chantajista, que presume de saberlo todo, gozando con el temor que inspira su intromisión en la intimidad ajena. El clero católico desempeña un papel parecido. Cuando los amantes organizan una cita en una iglesia, los curas husmean por los confesionarios. No buscan aliviar la conciencia de los pecadores, sino controlar sus actos. María José deposita varias limosnas, pensando que lava su conciencia, pero es un gesto pequeño, mezquino, pues su única inquietud es no perder sus privilegios. El miedo de María José se transforma en soledad cuando Juan decide entregarse: «Por primera vez en mucho tiempo –comenta su amante−, tengo algo en lo que creer. En nuestra dignidad. Vamos a ser dueños de nuestro destino. Diremos adiós a tantas cosas sucias». La incomprensión de María José es el polo opuesto a la indulgencia y generosidad de Matilde, la alumna agraviada. Juan se cita con ella en un polideportivo al aire libre y le entrega un sobre con su dimisión. Caminan juntos, pero les separa una alambrada. Matilde le pregunta qué se propone hace con su vida, después de dejar la enseñanza: «Un viaje de vuelta a mí mismo –responde Juan−. Aunque me temo que eso es literatura». No quiere ser retórico, pues pertenece a una época «con demasiados símbolos», pero admite que el hecho de que ella entregue su renuncia constituye un símbolo, «quizás un símbolo un poco tonto». Matilde no entiende sus palabras. Le aclara que actúa de esa manera «porque hizo algo malo hace un tiempo». ¿Se refiere sólo al atropello o también a su pasado como combatiente franquista?

La película finaliza con el regreso a la carretera en que se produjo el atropello: «Aquí dejamos morir a un hombre porque nos estorbaba», admite Juan, consternado. María José, en primer plano, lo escucha sin expresar ninguna emoción. Está de perfil y lleva un abrigo de visón. Juan aparece en segundo plano, con gabardina, también de perfil. De nuevo, parecen dos extraños, como en la escena del principio, cuando el shock emocional los recluye en un tenso silencio. El paisaje conserva intacta su desolación: el cielo nublado, la tierra roturada y un árbol negro, raquítico. Juan evoca la guerra. Combatió en ese lugar. Mientras empuñaba el fusil, pensaba en María José, por entonces su novia: «Siempre ha habido algo nuestro aquí». No sabe que está a punto de morir. Ensimismado, comenta: «Me gusta esta hora. El crepúsculo. Hay un momento en el que todo calla. Tengo tantas ganas de vivir, como nunca. Es duro empezar de nuevo otra vez, pero es bueno. Ahora todo está en orden. Es el silencio, la tierra, la paz». Poco antes le ha confesado a su madre: «Hoy es un día grande. He encontrado la salida». No sabe que María José ha decidido atropellarlo. Su muerte se produce fuera de campo. La censura no permitía que un crimen quedara impune, al menos en la ficción. Por eso, María José sufre un accidente poco después. Su coche cae por un puente, intentado esquivar a un ciclista que se cruza en su camino. De nuevo, la muerte se anuncia mediante una rueda en movimiento, pero esta vez sí se ve el rostro del fallecido. María José yace sobre el coche, con los ojos helados y los brazos extendidos. Sobrecogido, el ciclista (Manuel Alexandre) observa el accidente y gira la cabeza en busca de ayuda. Descubre una casa iluminada y se dirige a ella. La película finaliza como empezó, con un ciclista pedaleando de espaldas bajo la llovizna, pero con una importante diferencia. La imagen no preludia una catástrofe moral, sino un motivo para la esperanza. Eso sí, es de noche y no de día, como en la secuencia inicial. ¿Puede interpretarse ese detalle como la constatación de que la dictadura continuaría oscureciendo sin descanso la vida de los españoles? La libertad parece lejana, casi irreal.

Muerte de un ciclista es una película extraordinaria, con un planteamiento visual impecable y un guión perfecto. Las interpretaciones son notables, especialmente la de Alberto Closas, discípulo aventajado de Margarita Xirgu. La trama se despliega con exactitud y precisión, como una pieza de cámara que no descuida ningún movimiento. El tiempo no ha restado inspiración a una película que plantea la opacidad del ser humano. La madre de Juan reconoce que lo quiere mucho, pero que eso no sirve, que tal vez debería conocerlo. No es un fenómeno aislado, sino una niebla que nos separa inevitablemente de nuestros semejantes y de nosotros mismos. Los amantes que atropellan a un ciclista apenas se conocían, pese a la pasión que los mantenía unidos. Juan no conocía a los hombres a los que disparaba desde las trincheras, pero tampoco conocía sus verdaderos sentimientos, ni sus auténticas convicciones. La victoria no le produjo regocijo, sino vacío y descreimiento. Sólo cuando hace examen de conciencia y admite que ha hecho cosas malas, se reencuentra no ya consigo mismo, sino con una insobornable voz interior que le exige buscar la redención, incluso a costa de destruir su vida. Muerte de un ciclista es uno de los más brillantes logros del cine español, que logró el Gran Premio de la Crítica del Festival de Cannes de 1955. Es un merecido reconocimiento a una obra que hizo un complejo e inapelable retrato de una España sumida en una dictadura, donde lo más sencillo era mirar hacia otro lado, ignorando a las víctimas de la represión. El ciclista atropellado muere en una cuneta. No me parece casual.

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