El último ciclo político vivido en España se ha llevado por delante al cuidado y durante décadas triunfador “franquismo sociológico” que sobrevivió a la muerte del dictador, de la que hoy se cumplen 41 años.
Excavada en
granito, todavía hoy doscientos sesenta y dos metros de bóveda de cañón
con más veinte metros de altura penetran en las entrañas de la Sierra de
Madrid. Por encima, una colina de roca casi desnuda sirven de pedestal
de una cruz del tamaño de un rascacielos mediano (150 metros), la mayor
de la Cristiandad. Estas son las dimensiones del conjunto arquitectónico
que sirve de monumento mortuorio para los restos de Francisco Franco
Bahamonde, “caudillo” de España entre 1936 y 1974; José Antonio Primo de
Rivera, fundador de Falange Española, y más de 30.000 muertos de ambos
bandos en la Guerra Civil.
El Monumento
de los Caídos, levantado gracias a los trabajos forzados de los
prisioneros republicanos, anarquistas y comunistas de la dictadura, es
para muchos el epítome del Franquismo. Una gigantesca gruta mal
iluminada, dimensiones faraónicas, una memoria de muerte y sufrimiento,
constituyen ciertamente una imagen de espanto. Pero al mismo tiempo
ofrecen una cierta visión tranquilizadora de lo que fue la dictadura de
Franco: el “valle de los Caídos” parece definir sin ambivalencias la
naturaleza inequívocamente malvada de la dictadura. Valga decir que para
la izquierda española (y también catalana) el franquismo fue un pasado
de tinieblas al fin superado con la adquisición de la democracia.
Mientras que para la extrema izquierda (extrema sobre todo en la
interpretación anterior), la democracia fundada en 1978 fue sólo la
continuación del franquismo por otros medios. En ambos casos, la
dictadura es el único pivote significativo de la historia presente.
Al menos hasta el 15 de mayo de 2011,
la izquierda española ha dedicado setenta años a pelearse con lo que ha
acabado por ser un espantajo. El caso es que frente a la dictadura
propugnaban un modelo de país que también ha acabado por disiparse. Una
democracia hecha a imagen y semejanza de los países del norte de los
Pirineos: altos niveles de consumo, libertades civiles y Estado de
bienestar. Por desgracia o por fortuna, hace ya tiempo que el grito
¡Europa! ha dejado de inspirar las imágenes de esperanza de una
democracia completa.
El legado del franquismo
Manuel
Fraga, el padre de la derecha española en democracia, el mismo
franquista de raza, y sin duda una de las inteligencias políticas del
país, recibió el término de «franquismo sociológico» del entonces primer
sociólogo del momento, Amando de Miguel. Lo empleó con olfato político.
El carácter “sociológico” del franquismo no era primordialmente el de
una sociedad con miedo a la libertad, tal y como lo entendía el
académico. Antes al contrario, Fraga apuntaba a una sociedad satisfecha
con las transformaciones sociales que había promovido el franquismo.
En general
para la alta nobleza del Estado franquista, el gran logro de la
dictadura consistió en promover, por primera vez en la historia del
país, la consolidación de un equilibrador social suficiente. A
diferencia de Portugal, decían, en España se había logrado generar una
amplia clase media, prácticamente similar a la que existía en otros
países europeos. Y ciertamente no se trataba de un simple recurso de
propaganda: entre mediados de la década de 1950 y 1974, año de la muerte
de Franco, España pasó de ser un país mayoritariamente rural a
convertirse en una potencia económica de mediano tamaño. Sus cuatro
millones de campesinos y jornaleros se convirtieron en poco más de uno a
finales de la década de 1970.
En el mismo
periodo, la exigua minoría de 350.000 trabajadores con titulación
universitaria se multiplicó por seis, al tiempo que el número de
trabajadores urbanos de los servicios alcanzaba y luego superaba al
número de obreros industriales. La vivienda en propiedad, el automóvil y
los típicos equipamientos de la norma de consumo de masas (televisión,
lavadora, frigorífico) se generalizaron en aquellos años. Fraga se
refería a esta “sociedad satisfecha” como la “mayoría natural” del país.
Y desde finales de los años sesenta trató de encaminar las desgastadas
instituciones
franquistas hacia una salida política acorde con esta nueva realidad.
franquistas hacia una salida política acorde con esta nueva realidad.
El personaje
“Fraga” es interesante no sólo porque fuera el fundador de lo que
resultó ser el embrión del actual Partido Popular (que ha gobernado el
país entre 1997 y 2004 y entre 2011 y 2016), sino también porque fue el
primer y principal teórico de la Transición española. En 1972, en un
momento en el que el alto funcionariado franquista parecía no encontrar
otra vía de modernización que el desarrollo económico, de inspiración
tecnocrática, Fraga publicó un pequeño librito llamado El desarrollo político.
Sumergido en
una suerte de autoexilio de privilegio como embajador en Londres, en
este opúsculo y otros de menor interés estableció las líneas generales
de su proyecto de reforma política: una democracia de “turno” moderada,
similar a la británica, pero sobre todo inspirada en el periodo político
que en la historia de España se conoce como Restauración y que sigue al
tumultuoso sexenio revolucionario (incluida la Primera República) de
1868-1974. La evolución política del franquismo debía ir dirigida a
consolidar una democracia atemperada, capaz de reconocer a la oposición
anti-franquista más cabal. Fraga pensaba, sin duda, en un gran partido
“socialdemócrata”, que alternara en el gobierno con el partido de la
clase política franquista. Sobre estos mimbres y si se actuaba con
celeridad, el político gallego estaba seguro de evitar la liquidación
del gran legado de la dictadura.
Fraga
consideró el problema de la continuidad del franquismo y ofreció una
solución. Desgraciadamente para Fraga, el “franquismo político”, con sus
interminables tics autoritarios y su vocación a medias castrense, a
medias tecnocrática, no logró evolucionar hacia una expresión política
adecuada del “franquismo sociológico”. El propio Fraga comprobó en sus
carnes cómo la sociedad a la que pretendía encajar su reforma política
sencillamente ya no aceptaba una transición tranquila.
Nombrado
ministro de gobernación por Arias Navarro en febrero de 1975, convertido
en hombre fuerte del primer gobierno reformista del post-franquismo,
Fraga tuvo que hacer frente a la mayor oleada de huelgas de la última
mitad del siglo XX en España, y con ésta a la evaporación de su
oportunidad como capitán de la reforma política. DeVitoria a Madrid, de la periferia de Barcelona a Sevilla, los paros se extendieron desde finales de 1974 hasta la primavera siguiente.
El
desencadenante fue un decreto de congelación salarial impuesto el mismo
mes de noviembre en el que muriera Franco. El modus operandi de la
protesta era el mismo que había construido el nuevo movimiento obrero en
el país desde 1962. En aquel año, una huelga masiva en las cuencas
mineras de Asturias se extendió por los principales centros industriales
del país, confirmando una nueva modalidad de sindicalismo asambleario,
que en ocasiones tomaba el nombre de Comisiones Obreras.
En estas
huelgas que duraron semanas, a veces meses, había, no obstante, algo más
que reivindicaciones laborales. Para muchos, militantes y simples
trabajadores, se trataba de forzar el fin de la dictadura. En el
lenguaje militante, rondaba la imagen de una huelga general política. Y
sin embargo cuando en las primeras semanas de 1976 ésta se desarrolló en
forma de paros salvajes poco coordinados, sometidos únicamente a la
dinámica asamblearia de las fábricas, muchos se asustaron. Quizás el más
atemorizado fuera el Partido Comunista de España, la organización por
antonomasia del antifranquismo, pero que no acababa de afianzar su
dirección política sobre el movimiento obrero.
El PCE fue
sacudido por las huelgas, y donde pudo contribuyó a darles una forma
“laboral” y controlada. Así lo hizo en Madrid, donde logró una vuelta
escalonada al trabajo de más 350.000 trabajadores. La huelga había
paralizado completamente la vida de la ciudad desde el día 6 de enero
hasta el 21 del mismo mes. Pero el PCE quería jugar al pacto con el
franquismo, y nada podía ser más inconveniente que este tipo de
movilizaciones. Mientras el veterano Santiago Carrillo,
su secretario general, trataba de reunirse con lo más granado de la
oligarquía (emisarios del rey, empresarios, altos funcionarios), a la
militancia se le ofrecía una imagen de pacto con la burguesía reformista
en la forma de consigna: “la alianza de las fuerzas de la cultura y el
trabajo”.
Pero lo
cierto es que el movimiento no siempre pudo ser controlado. Donde la
organización asamblearia no fue encauzada por la vía laboral, al
gobierno no le quedó más recurso que la represión. Fue lo que ocurrió en
Vitoria (Euskadi), donde tras más de dos meses de conflicto
ininterrumpido, la policía disparó sobre la asamblea de 6.000 personas
que debía decidir sobre la continuidad de los paros. El balance de la
intervención policial se saldó con cinco muertos y cien heridos de bala.
Fraga, responsable último de la matanza, habló con claridad: “No
podíamos permitir el soviet de Vitoria”. Su segundo, el camaleónico y
oscuro Martín Villa
expresó con agudeza el problema para la reforma: “Me da más miedo
Cornellá que la ETA”; o lo que es lo mismo, a la dictadura le producía
mucho más pavor la dinámica asamblearia e incontrolable de la autonomía
obrera que la de un grupo armado, al que al fin y al cabo se le podía
enfrentar con la razón de Estado.
Las huelgas
del invierno de 1976, mucho más que cualquier otro pacto o reunión de
restaurante, fueron el parteaguas de la Transición española. El colérico
Fraga, desgastado en su sobrevenida imagen de reformista franquista,
tuvo que ceder el terreno a un jovencito ambicioso y sin méritos
suficientes, al menos a criterio de la alta alcurnia del Estado
franquista. Detrás de Adolfo Suárez,
estaba no obstante otro reptil mayor de la dictadura, Torcuato
Fernández Miranda, autor de la reforma política que daría lugar al
referéndum de 1976 y a las primeras elecciones de junio.
Las huelgas
también tuvieron también un carácter de lección para la izquierda. El
PCE, sobre todo, se vio enfrentado a un movimiento que ya no era capaz
de gobernar y que no necesariamente iba a tragar con su estrategia.
Desde entonces, decidió sin duda ser garante de la moderación y del
pacto, frente a esta hidra obrera que no acababa de reconocer del todo.
Tras las huelgas, pasó de la consigna de la “ruptura democrática” a ese
imposible terminológico, siempre tan propio de la tradición comunista,
llamado “ruptura pactada”.
Para el
PSOE, entonces en proceso de reconstrucción, su preocupación mayor pasó
por obtener una buena posición de salida en las futuras elecciones de
acuerdo con lo que entonces llamaba la vía “nórdica”: “un partido
socialista fuerte acompañado por un partido comunista débil”. Apenas sin
pie en las fábricas, los socialistas estaban libres de cualquier
compromiso militante, podían expresar una radicalidad verbal acorde con
el antifranquismo universitario, y al mismo tiempo dedicarse
exclusivamente a la política de marketing electoral. Les fue bien en las
elecciones de 1977: obtuvieron el 30 % de los sufragios frente al 10 %
de los comunistas.
Sea como
sea, desde las huelgas de aquel invierno, el reformismo franquista y la
oposición de izquierdas —con exclusión de la extrema izquierda que había
quedado suspendida entre los pactos y la movilización social—,
encontraron un nuevo terreno común. Se trataba, de una parte, de
consolidarse como actores políticos y, de otra, de hacerlo frente a esa
dinámica de movilización social descontrolada.
En términos
económicos, la ingobernabilidad laboral tomó un nombre de época,
“inflación”. El incremento de precios superó en 1976 el umbral del 26 %.
Detrás de la inflación estaba la subida de los precios del petróleo que
se iniciara en 1973, pero desde luego era mucho más importante la
guerra monetaria que la patronal había lanzado contra la revuelta
salarial. Desde 1970-1971, las luchas de fábrica lograron aumentos
salariales del 20, el 30, el 40 e incluso el 50 % anual. En seis años,
los salarios habían absorbido todo el crecimiento económico de una
economía que entonces crecía al 7 %, sumando casi diez puntos
porcentuales a la masa salarial sobre el total de la renta nacional. En
términos políticos, la necesidad de contener los salarios se tradujo en
la urgencia de alcanzar un “pacto social”.
Por eso,
debiera sorprender poco que el primer gran pacto de la Transición, y que
fuera firmado por todos los grandes partidos, no fuera político, sino
económico. Apenas pasados un mes útil desde las elecciones, en octubre
de 1977, los Acuerdos de la Moncloa confirmaron
también para España el guión de la llamada política de rentas, esto es,
del ataque al salario obrero, que inaugura formalmente el
neoliberalismo en Europa.
La izquierda
mayoritaria (PSOE y PCE) aceptó la recuperación del beneficio
empresarial como motor de la recuperación económica, a costa de la
devaluación del nivel de vida de los trabajadores. Les costó tres años,
más o menos, imponer de nuevo la disciplina de fábrica. Entre medias, se
institucionalizaron nuevos sindicatos (UGT y CCOO principalmente),
definidos explícitamente como garantes de estos pactos y liquidadores
del anterior espíritu asambleario, al tiempo que se fue imponiendo una
política de “reconversión industrial” que empujó el paro obrero de una
situación prácticamente cero a los dos millones de desempleados de 1980.
Puede que
fuera, sin exageración, el miedo a la clase obrera lo que determinó que
durante toda la década posterior la estrategia económica del país no se
orientará tanto hacia la reindustrialización, como hacia una nueva
terciarización de base inmobiliario-financiera. Al fin y al cabo, la
nueva democracia española tenía su base antes en esas clases medias que
dejó como legado el franquismo, que en las demandas de un movimiento
obrero apenas asumible.
La democracia cumplida
En diciembre
de 1978, la población española con las salvedades conocidas (Gipuzkoa y
Bizkaia) votaron “sí” a la Constitución. El nuevo régimen político iba a
ser en casi todo homologable al de las democracias europeas: libertades
políticas y civiles, elecciones libres e incluso un tímido Estado de
bienestar. En aquellos meses se forjó el “mito de la Transición”: un
pueblo responsable y moderado, una clase política juiciosa y dispuesta
al acuerdo y, sobre todo, un puñado de grandes figuras (Suárez,
Carrillo, el rey, González,el propio Fraga) que supieron llevar a buen puerto una situación difícil.
Pero lo
cierto es que a la Transición le quedaba todavía un buen trecho para
consolidarse. Aunque sólo fuera porque en 1978-1979 estalló una nueva
oleada de huelgas contra el pacto social. O porque entre 1974 y 1982,
murieron más de 1.000 personas víctimas de las fuerzas de orden público y
de los distintos grupos terroristas de extrema izquierda y extrema
derecha.
En realidad, la situación no quedó sellada hasta el oscuro intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Un
acto que exige una lectura poliédrica, a distintos niveles, pero que
demostró a la vez que el “partido militar” podía dar alguna sorpresa y
que las conexiones entre la oligarquía económica y la clase política (de
todos los colores) se habían estrechado hasta el punto de hacer dimitir
a un presidente del gobierno. Conviene recordar las palabras de Suárez
en las que explicaba su dimisión, sólo unas semanas antes del golpe: “No
quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un
paréntesis en la historia de España”
Para los
partidos políticos, la consolidación de la Transición (entre 1978 y
1982) implicó asumir el desgaste del papel otorgado. El PCE fue
seguramente quien pago el precio más alto: como los otros partidos
“eurocomunistas” se perdió en la inanidad, entre la Escillla y Caribdis
de su estalinismo interno y su función como guardián de los pactos
sociales.
Quizás el
viejo PCE del antifranquismo murió en 1976, con la vuelta de los líderes
del exilio, pero el acta de su defunción no se tuvo hasta las
elecciones 1982, cuando tras una interminable crisis interna obtuvo
resultados que rozaron el extraparlamentarismo.
Fraga, el
estratega de la reforma interna del franquismo, fue desplazado por los
más jóvenes de la generación de Suárez. A Fraga le quedó, sin embargo,
el papel de reorganizar los restos políticos del franquismo, y en sus
propias palabras “civilizarlos” para formar el partido de la derecha
española, Alianza Popular; el mismo que tras sucesivas fusiones con
otros sectores acabó por dar forma al actual Partido Popular.
Suárez, el
gran triunfador de las primeras elecciones de 1977, hizo un partido a su
imagen y semejanza (UCD), nutrido con retoños del franquismo y con la
oposición antifranquista más tibia. Fue el actor del “centro”, hasta que
tomó tanto protagonismo como para despertar el recelo de todos aquellos
que, dentro y fuera de su partido, acabaron por eliminarle. El crimen
tuvo el formato de una larga tragedia que duró todo el año 1980. Al
final, la UCD se repartió entre los socialdemócratas, cuyo destino se
puede adivinar, y los liberales y democristianos que acabaron en el
nuevo paraguas de Fraga.
También el
PSOE vivió su crisis interna y la representó con toda la teatralidad de
un país mediterráneo. Con la dirección en las manos de los jóvenes
“sevillanos”, Felipe González y Alfonso Guerra, el partido socialista se
preparó para ser un “partido de gobierno”. La organización se
verticalizó, se abandonó el marxismo y el discurso se adaptó para
afrontar la debacle de la UCD. No llegó al gobierno en las elecciones de
1979, pero en 1982 consiguió una mayoría absoluta que nunca más se ha
repetido en la historia del país. Con el acceso de los socialistas al
gobierno se daba por cumplida la Transición; y en cierto modo también el
viejo programa de Fraga: el mismo que nunca hubiera podido completar el
franquismo político.
El PSOE
llegó al poder y se mantuvo en el gobierno durante los siguientes trece
años (hasta 1995) y lo volvería a hacer entre 2004 y 2011. Ningún otro
partido ha gobernado tanto tiempo en España y ningún otro se puede
considerar tan identificado con la democracia española.
Fue el PSOE,
no la derecha posfranquista, quien escribió el relato de la Transición y
quien se apuntó el logro del cambio político en el país. Llegó al
gobierno con un discurso de modernización social y cultural, y con el
propósito de ingreso en Europa. Alcanzó al poder con palabras que le
eran propias y que el franquismo político no podía emplear más que entre
balbuceos.
Desprovisto
de sus señas históricas, por los sucesivos congresos que van de 1972 y
1979, y por la entrada y posterior predominio de la nueva generación de
Felipe González, el PSOE se había convertido en una expresión cultural y
política del antifranquismo moderado de las clases medias españolas. No
requería de mediaciones: en sus cuadros y en sus dirigentes era la
encarnación de la expansión de la educación universitaria, del empleo
profesional y de las ambiciones de una generación preparada y dispuesta a
gobernar el país. De ahí su éxito social, y al mismo tiempo el odio que
le concitó entre las viejas generaciones de las élites franquistas y
también entre los jóvenes que nunca tuvieron las oportunidades de sus
padres. El PSOE representaba una democracia moderna, por y para las
clases medias.
La paradoja
de la victoria socialista es que se produjo en una época que sólo pudo
pasar bajo el signo del “progreso”, a costa de esconder bajo la alfombra
una gran cantidad de miseria social. Los años ochenta fueron un periodo
intenso de cambio, pero completamente asimétrico para las distintas
parte de la sociedad. Para la clase obrera, que protagonizó y empujó el
franquismo hacia su precipicio, fue la confirmación de su derrota.
Para las
clases medias en cambio, y a pesar de la crisis, la Transición y luego
los años ochenta fueron un periodo primero de consolidación y luego de
expansión. Había márgenes suficientes para ello. El gasto público antes
de la muerte de Franco era de apenas un 15 %. En los quince años que van
desde los gobiernos de las Transición y hasta el final las dos primeras
legislaturas socialistas se disparó hasta el 35 %. Buena parte se
invirtió en educación, sanidad y vivienda. Era un pago debido al ciclo
de luchas que se había extendido al territorio desde finales de los años
setenta, una premisa de la estabilización social.
Otra parte
se empleó en la multiplicación de la administración y de la burocracia
política. En ese periodo se crearon, así, centenares de miles de empleos
en los sistemas públicos de educación y sanidad, así como en las
distintas administraciones. El Estado sirvió de paraguas para un
segmento laboral protegido, a resguardo de la rápida reconversión de la
economía española.
La guinda la puso la particular especialización de
la economía española en el nuevo marco de la globalización financiera y
que para el país pasó en todo momento por su incorporación a la
Comunidad Económica Europea. Los dos grandes ciclos de crecimiento
económico de la democracia, entre 1986 y 1991 y entre 1995 y 2007,
fueron animados por la captación de gran cantidad de capitales globales
flotantes que aterrizaban en sus mercados financieros e inmobiliarios,
acompañados de una enorme expansión del crédito interno. En ambos
periodos, la vivienda, una activo en propiedad de la mayoría de las
familias, se convirtió en el trampolín de burbujas patrimoniales y de
crédito con sorprendentes efectos en el consumo, a pesar del casi
continuo estancamiento salarial.
Gracias a
este modelo de crecimiento “anómalo”, pero bien adaptado a las nuevas
condiciones de la globalización financiera, y en la que la
sobremusculada industria turística e inmobiliaria del país jugó un papel
central, el nuevo régimen político pudo funcionar con un grado notable
de éxito. Durante 25 años, entre 1982 y 2007, de los que 17 fueron bajo
mandato socialista, los equilibrios políticos establecidos durante la
Transición funcionaron razonablemente bien. El país creció a un ritmo
superior a los de su entorno, homologándose, y en algunas partidas
superando, los estándares europeos.
Los partidos
políticos jugaron sobre criterios más o menos consensuados, sobre la
base de diferencias antes de orden simbólico que material entre la
izquierda y la derecha institucionales, y entre los nacionalismos
español, vasco y catalán. Más allá del régimen, sólo estaba una extrema
izquierda deshecha y derrotada, y la acción terrorista de la ETA vasca,
que a la postre servía como aviso perimetral para todos aquellos que
querían ir más allá de la Constitución.
La sociedad
española, ya sólidamente articulada en torno a la imagen democratizante
de las clases medias, atravesó el periodo con algunas tensiones
internas, pero suficientemente idiotizada con la imagen exitosa de la
sociedad de propietarios y el acceso a estándares europeos de consumo
por la vía del crédito. Materialmente, este particular tinglado se
sostuvo también por la expansión del empleo femenino, que aunque
precarizado hacia sus aportes a las rentas domésticas; y sobre todo por la entrada en las décadas de 1990 y 2000 de
unos cinco millones de trabajadores transnacionales, que aunque
infrarremunerados permitieron mantener los superávit de la seguridad
social (las pensiones principalmente) y toda clase de servicios a bajo
coste (cuidado de niños, ancianos, etc.) destinado a esas mismas clases
medias autosatisfechas.
15 de mayo de 2011: la crisis se abre de nuevo
El control
del gasto público y de la inflación a escala europea, y las nuevas
rondas de liberalización económica, descargaron de competencias a los
Estados miembros, especialmente a los más pequeños. En España, el gasto
social frenó en seco, acompañado además por la llegada al gobierno de
los populares (1996-2004). En paralelo, se inició una nueva política de
externalización y subcontratación pública, similar a la que se estaba
generalizando en el sector privado. Las consecuencias fueron una
paulatina precarización del empleo profesional, que se añadía a lo que
probablemente eran los mayores niveles de sobrecualificación de la Unión
Europea. La economía española sólo daba trabajo a cinco millones de
empleos que requerían cualificación universitaria, pero en el país había
ya ocho millones de titulados.
El ciclo
inmobiliario financiero de 1995-2007 generó empleo a espuertas (siete
millones de puestos de trabajo) en el turismo, en la construcción, en
los servicios de mercado y también en los servicios empresariales. Pero
se trataba de empleo mal remunerado, con una elevada rotación laboral y
altamente precarizado. El núcleo “legítimo” de las clases medias
españolas estaba experimentando su entrada en el incierto laberinto de
un mundo gobernado por el capital en dinero. El Estado ya no podría a
acudir a su rescate. La brecha se experimentaba, no obstante, en
términos generacionales: los hijos de la clase media no parecían estar
logrando reproducir las expectativas de sus padres y de ellos mismos.
Durante un
tiempo, al menos hasta el estallido de la crisis, estos efectos fueron
ocultados por la increíble expansión de los precios de los inmuebles y
de la construcción de nuevas viviendas. En 2007, el 87 % de los hogares
era propietario de al menos una vivienda. En términos estrictamente
nominales, las familias eran tres veces más ricas que en 1995. La
sensación de euforia y riqueza de un capitalismo popular todavía
triunfante relegó el problema de los jóvenes a un lugar secundario. Pero
al retirar las muletas financieras, la crisis económica mostró sin
paliativos la profunda crisis de la formación social española.
Para los
hogares de ingresos modestos, que se habían hipotecado en la compra de
su vivienda principal en los años previos, la depresión significó
literalmente la ruina. El paro que en 2012 alcanzó los cinco millones
sobre un total previo de venticuatro, añadido al hundimiento de los
precios de la vivienda, dejó a casi un millón de familias sin casa, con
el añadido de un insoportable deuda que la cruel legislación hipotecaria
española no daba por anulada con el abandono de la propiedad. Sorprende
poco que el movimiento por la vivienda, que congregó durante años a
decenas de miles de personas a parar desahucios en toda la geografía del
país, se convirtiera pronto en el movimiento social más importante.
Por añadidura, desde 2010, el diktat
de austeridad impuesto por Europa dejó al Estado sin recursos para
afrontar la crisis. La política de recortes mandó a la calle a decenas
de miles de docentes públicos con contratos precarios, así como a otros
tantos médicos, enfermeras y trabajadores de los ayuntamientos. El
siempre débil sistema de bienestar amenazaba con desmoronarse en el
curso de unos pocos años. El estallido del 15 de mayo de 2011 fue una
reacción contra la dictadura financiera, contra el vaciamiento de
contenidos de la democracia y contra la clase política española. Pero
fue una reacción que partía de un lugar social particular, un lugar que
resulta también clave para entender su éxito
A partir de
la primavera de 2011, quienes estuvieron en las plazas liderando la
protesta y quienes luego dirigirían Podemos, al igual que las
candidaturas municipalistas que ganaron algunas de las ciudades más
importantes del país (Madrid, Barcelona, Zaragoza), fueron los hijos de
la los profesionales, de los periodistas, incluso de la clase política.
Eran los retoños cada vez más desclasados de la clase media.
El
protagonismo de este segmento relativamente pequeño de población fue, no
obstante, la garantía de su éxito. Al fin y al cabo, era el espejo en
el que la mayoría social reconocía su más valioso “activo colectivo”: el
futuro. De ahí la perplejidad de los medios de comunicación, que no
podían hablar sino con simpatía de aquellos muchachos y muchachas de
máster universitario que estaban en paro, o que apenas cobraban mil
euros o que tenían que emigrar del país porque no encontraban trabajo en
España.
Como forma
de expresión social, el 15M constituyó la demostración fehaciente de la
quiebra de la sociedad española. El evidente desprestigio de una clase
política envejecida y agitada por los continuos escándalos de
corrupción, llevaba implícito la necesaria revisión de la historia del
Transición y con ella de todos los equilibrios políticos que sostuvieron
durante tres décadas la democracia española. La irrupción de Podemos, y
el completo trastocamiento del sistema de partidos español, es quizás
el mejor indicador de que este impugnación había sido algo más que
superficial.
Tras casi
diez años de crisis, nos encontramos en una época singular, menos en el
final de un ciclo político que en el comienzo de algo completamente
nuevo. La propia ambivalencia de lo que en España se conoce como “nueva
política” (y que incluye a Podemos pero también a otra serie de fuerzas
del “cambio”) es quizás la prueba de que vivimos un tiempo mórbido.
Tal
ambigüedad se comprende en su permanente oscilación entre dos polos. De
un lado, la ola de movimientos que surgió en 2011 ha abierto un campo de
experimentación política que no tiene precedentes desde los años
setenta y que apunta tanto a la constitución de nuevos sujetos políticos
(como muestra el movimiento de vivienda), como a nuevas formas de
democracia. De otro, es indudable que buena parte de lo ocurrido en este
ciclo político se ha dejado seducir por la nostalgia de los buenos
tiempos de la democracia española.
Esta
propensión a la restauración del pacto social, en y por unas clases
medias que probablemente no recuperen su vieja centralidad social,
tiende a restaurar la normalidad de la política institucional. Sea como
sea, de lo que podemos estar seguros, es que esta nueva crisis general
se ha llevado por delante el franquismo sociológico que tanto admiraba
Fraga y que constituyó los cimientos de la democracia española.
Fuente: diagonalperiodico.net/saberes
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