Al pueblo español se le arrebató la
República declarada en 1931. Los sueños y esperanzas del 14 abril de
aquel año pusieron término a una historia compleja y esperpéntica que
duró todo el siglo XIX y las tres primeras décadas del XX. Un siniestro
período estrechamente ligado siempre a la cuestión de la monarquía. Por
fin pareció que una institución decadente, vestigio de otras épocas,
pasaba por fin al basurero de la historia. Pero, hete que aquí que, de
nuevo, avanzado ya en tres lustros el siglo XXI, la sociedad española
sigue atrapada en un régimen monárquico reaccionario y amparador de
todos los valores y fuerzas que se oponen a una convivencia digna y
democrática de los ciudadanos.
Un golpe militar de felones, una guerra
civil cruel con una república abandonada en el torbellino mundial, una
dictadura sangrienta de casi 40 años, una instauración ilegítima de la
monarquía en una persona que ha resultado un villano sin tapujos y sin
límites, una transición manejada y con un pueblo atrapado en el miedo,
con una constitución tutelada por el ejército y una abdicación reciente
irregular, han logrado ahogar otra vez los derechos democráticos de los
pueblos españoles, marcándonos con la indignidad de soportar una
monarquía.
A estas alturas otro Borbón sigue
siendo la clave de bóveda de un régimen agotado, podrido y corrupto, que
mantiene al país degradado moralmente, hundido económicamente, perverso
socialmente y pendiente de un profundo cambio político, que solo un
proceso constituyente digno de tal nombre puede solventar acabando para
siempre con la monarquía. No hay otra alternativa si se quiere acabar
con el estado actual de ruina y miseria del país.
Todas las referencias a la recuperación
de la soberanía popular y a la regeneración democrática de la sociedad
española deben tener como exigencia indiscutible la implantación de la
República.
Esta cuestión simbólica de la República
a la que tanta significación hay que darle, quedaría muy ingenua y muy
desvalorizada si no se comprendiera que el tiempo ha introducido cambios
de tal relevancia en el contexto internacional y en el económico en los
que nuestro país se desenvuelve, que sólo planteando otras cuestiones
vitales cobra sentido y realismo la esperanza de que la soberanía
popular adquiera el valor regeneracionista de la República. De estas
cuestiones, sin duda, la fundamental es el proceso de integración del
país en la Unión Europea, y más específicamente su pertenencia a la
moneda única o zona euro.
Como se recordará, en 1986, nuestro
país pasó a formar parte de la Comunidad europea, al precio nada
desdeñable de la entrada en la OTAN, subordinando toda la política
internacional a los designios del muy activo imperialismo
norteamericano. Como todo proceso de integración, ello supuso una
cesión de soberanía a las instituciones europeas, que en este primer
paso tuvo un carácter limitado pero no insignificante: la adhesión al
mercado común implicó la desaparición la política arancelaria en la
medida en que debían suprimirse a lo largo de un periodo transitorio
breve todas las restricciones al comercio ente los países del mercado
común y aceptar la tarifa exterior común y los acuerdos comerciales que
regían entre la Comunidad y terceros países. Hasta entonces, la
protección arancelaria del país había sido comparativamente alta y su
capacidad competitiva relativamente débil.
Coincidiendo con la entrada de España
en el Mercado común, en ese mismo año, en pleno avance del
neoliberalismo, la CE acordó el acta única, la primera revisión profunda
del tratado de Roma de 1957, cuyo objetivo fundamental era crear el
mercado único en la economía europea, en la que estuvieran suprimidas
todas las barreras que compartimentaban los mercados de mercancías y
servicios y limitaban la movilidad del capital. De ese modo, la economía
española sufrió un proceso acelerado de desregulación y de capacidad
del Estado para intervenir en la economía.
El Estado, según los dogmas del
neoliberalismo, debía dar un paso atrás para el buen del sistema
económico con el mercado como regulador supremo, de modo que resortes
históricos públicos para influir en la economía como las empresas
nacionalizadas, la banca pública, el control de capitales debieron
abandonarse dejando a los gobiernos cada vez más inermes para afrontar
los problemas económicos y sociales que cada país concreta y
específicamente tenía. Un rasgo esencial de todo el proceso de
integración europea es que, así como se traspasaban a las instituciones
comunitarias los instrumentos de intervención en la economía, en ningún
momento estas se hacían responsables de atender los problemas que el
desarrollo económico capitalista genera, como puede ser prestar atención
a la evolución del paro, combatir los ciclos económicos, potenciar los
servicios públicos o influir en la redistribución de la renta.
El desarrollo rápido del Acta única
consolido en un grado alto el Mercado único, y tan pronto como en 1992,
los apóstoles del neoliberalismo lograron que las instituciones
europeas, afines siempre a los intereses y objetivos del capitalismo,
aprobaran el Tratado de Maastricht, cuyo objetivo esencial era la
creación de una moneda única, apoyándose falazmente en el criterio de
que a un mercado único corresponde una moneda única, como ocurre en la
economía de los Estados.
Las críticas a las carencias del
proyecto del euro y el desarrollo de Europa después de su implantación
en 1999 son ahora un lugar común, no sólo en la izquierda, sino también
en muchos de los padrinos de todo el arco ideológico que el euro tuvo en
su nacimiento y primeros años de vigencia. No es lugar este para
criticar en profundidad el disparatado proyecto de la moneda única a
juzgar por sus consecuencias: baste indicar ahora que los presupuestos
de los países controlan por término medio un 50% del PIB como ingresos y
gastos públicos, con lo que ello significa de capacidad para intervenir
en la economía y poder redistribuir la renta, mientras que el
presupuesto comunitario apenas llega al 1,2% del PIB de la Unión
europea, que se gasta fundamentalmente en sostener el funcionamiento
hipertrofiado de las instituciones europeas y la política agraria común,
con subvenciones que son todo menos ecuánimes.
El euro representó un cambio
cualitativo en lo que se refiere a la soberanía económica de los países.
Desde el momento en que antes de su lanzamiento cada economía fijó una
relación fija con la moneda común – recuérdense que 166,868 pesetas por
euro fue el cambio que se estableció para nuestro país- se perdía un
herramienta fundamental de la política económica como es el tipo de
cambio con respecto el resto de las monedas: una variable básica para
mantener un razonable equilibrio de los ingresos y pagos con el exterior
derivados de las exportaciones e importaciones de bienes y servicios, y
un recurso imprescindible para recomponer la competitividad de una
economía cuando su situación en los mercados internacionales se hacía
insostenible por su debilidad.
Representaba el euro en este aspecto
una enorme pérdida para el buen funcionamiento de cada economía, que
contradecía además el curso normal de la historia, pues la evolución del
valor de cada moneda registraba fehacientemente la posición económica
de cada país. El marco alemán antes de la creación del euro se fue
revalorizando como correspondía a la pujanza de la económica alemana y
la peseta, por ejemplo, depreciando con respecto al conjunto de las
otras monedas que conformaron inicialmente el euro.
Por si no fuera suficiente esta pérdida
de soberanía, la política monetaria, esto es, la posibilidad por parte
de las autoridades económicas de cada país de determinar la cantidad de
dinero en circulación y los tipos de interés más convenientes para el
mejor funcionamiento de la economía en cada circunstancia, se traspasó
al Banco Central Europeo, una institución burocrática e irresponsable
políticamente, que, sobre el papel, debe diseñar una política única que
haga frente a los problemas económicos y sociales de cada uno de los
países integrados en el euro, cosa que se ha demostrado imposible como
cabía anticipar.
La crisis actual de Europa, la
desolación que recorre a muchos países de la zona euro, en particular
los llamados países periféricos, y la dramática situación a la que se
han visto arrastradas algunas sociedades, con Grecia a la cabeza, se
debe en lo fundamental a la creación del euro, y así debe subrayarse
para no confundirse sobre el camino que habrá que emprender si se quiere
acabar con la crisis pavorosa que sufre Europa en su conjunto.
Por supuesto, son muchos y de
naturaleza muy diversa los factores que determinan la evolución
desastrosa que ha seguido Europa desde el estallido de la crisis
financiera internacional desatada por la quiebra del banco de inversión
estadounidense Lehmand Brothers en septiembre del 2008, pero sin
perjuicio del papel catalizador de esa crisis y la magnificación que
tuvo en todo el mundo capitalista, es preciso dejar sentado que la
Europa de Maastricht, la de los tipos de cambio fijos e irrevocables,
había gestado ya su propia crisis.
Como cabía esperar, a medida que
transcurría el tiempo con el euro como moneda común, se fueron generando
desequilibrios muy profundos en las cuentas exteriores de cada uno de
los países, acumulando excedente extraordinario los más poderosos
económicamente e incurriendo en déficits agudos los más débiles, como
Grecia, Portugal y España. Una financiación fluida y exuberante en los
primeros tiempos del euro ocultó, sobre todo para quienes no querían
verlo, como se socavaban dichas economías y cómo iban acumulando deudas
con el exterior insostenibles.
A la altura de 2007, Grecia, Portugal y
España registraron déficits de la balanza de pagos por cuenta corriente
de entre el 10 y el 15% del PIB respectivo, unos porcentajes insólitos
en la historia de los países. Así pues, cuando sobrevino la crisis
financiera internacional, con las consecuencias de la quiebra de muchas
instituciones crediticias, de los mercados financieros paralizados y de
los canales de financiación obstruidos, los países altamente endeudados
entraron en una depresión que a todos los efectos perdura todavía.
Las ayudas que se otorgaron a las
entidades de crédito para evitar una bancarrota generalizada más los
efectos contundentes sobre los ingresos públicos que tuvo la conmoción
en la economía real, originaron otro agravante adicional para la crisis:
la aparición de déficits públicos imprevistos e impensables que
colocaron a los propios Estados en una situación financiera inmanejable.
Si se recuerda que entre las condiciones de convergencia para formar
parte de la unión monetaria figuraban que los déficits públicos no
debían superar el 3% del PIB ni la deuda pública el 60%, en la nueva
situación esos parámetros se superaron al punto de no existir
comparación posible.
En el caso español, el superávit
público de 2007, del 2 por ciento del PIB, se transformó ya en 2008 en
un déficit del 4,5 por ciento del l PIB, pero en 2009 alcanzó el 11,4%.
La Unión europea tuvo que revisar sus Tratados en un sentido muy
restrictivo para obligar a los Estados a tratar de contener y disminuir
los déficit públicos -cabe recordar la modificación del artículo 135 de
la constitución llevado a cabo con alevosía por el PP y el PSOE- con dos
consecuencias a cual más importante.
La política fiscal, otra arma histórica
para el manejo de los asuntos económicos de un Estado, ha desaparecido
también en el marco de la Unión europea, implicando un nuevo retroceso
decisivo en la soberanía económica. Por otra parte, la austeridad, con
lo que significa como factor depresivo de la economía, la degradación de
los servicios públicos y el retroceso del bienestar general, se ha
elevado a la categoría de política única e irrenunciable en todos los
países de la Unión, sobre todo en los más castigados por la crisis,
creándose un contexto perverso que amenaza las bases de nuestra
civilización, al punto de que cabe hablar de una vesania histórica.
Con la austeridad se acumulan los
problemas sociales y económicos hasta extremos explosivos. Como
compendio de ellos basta mencionar el drama del paro y toda la
descomposición social que entraña. Pero, por otro lado, la política de
austeridad, en la medida que hunde la economía se ha mostrado ineficaz
para restaurar el equilibrio financiero de los Estados, creándose un
círculo vicioso por el cual los recortes en los gastos públicos
prolongan la depresión, destruyen o desemplean los recursos productivos,
mientras las necesidades sociales quedan descubiertas y producen
situaciones sociales que repugnan a la razón, por la intensidad del
malestar y sufrimientos creados y la porción desmesurada de la población
afectada.
El país está en una encrucijada, en lo
político y en lo económico. Si se ha visto que el régimen de la
transición está corroído y agotado requiriéndose transformaciones que
deben venir culminadas por abolición de la monarquía y la proclamación
de una República, que dé autenticidad y marchamo democrático a la nueva
situación, en el terreno de la economía se han de producir cambios que
requieren la revisión de las relaciones con la Unión europea, si no se
quiere mantener el absurdo de tener problemas muy graves sin contar con
los medios para intentar resolverlos. Se ha hecho una cesión de
soberanía que ha dejado inerme a la sociedad.
Por el contrario, revisando esas
relaciones cabe trazar un futuro esperanzador, no exento de
complicaciones por cuanto no es posible obviar la destrucción provocada
por el euro. Después de todo, lo que hay que reclamar es regresar al
menos a la situación que prevalecía antes de la creación de la unión
monetaria, cuyos desastres ya ocasionados y futuros no permiten sostener
que la configuración de Europa vaya a continuar sin grandes
convulsiones, y así hay que hacérselo saber a sus contumaces defensores.
Hay ya significativos sectores dentro
de la sociedad española que han comprendido la inevitable necesidad de
recuperar la soberanía económica para construir un futuro que no suponga
un deslizamiento sin fin hacia un desastre aún mayor que el actual. La
Plataforma por la salida del euro, constituida a partir de un manifiesto
por la recuperación de la soberanía económica y monetaria, firmado por
miles de ciudadanos, contiene análisis y propuestas que deben hacer
suyos todas las organizaciones y fuerzas convencidas de la necesidad de
implantar la República, como expresión de la legítima recuperación de la
soberanía política popular.
Esta sugerencia de vincular la
recuperación de la soberanía política y económica tiene mucha más
trascendencia que la que sugiere su apariencia formal. En primer lugar,
el bloque hegemónico de las fuerzas políticas hasta las últimas
elecciones generales del 20 de diciembre de 2015, PP y PSOE, defienden a
ultranza la vinculación con la Europa de Maastricht y la permanencia de
la monarquía, sin perjuicio del desgarre del alma republicana que
sufren los dirigentes del PSOE. El relevo de Juan Carlos ha sido el
último gran servicio de los socialistas al sistema. Pero existe también
una gran confusión en otras fuerzas políticas emergentes sobre cómo
afrontar la crisis económica sin enfrentarse a la cuestión ineludible
del euro, que discurre paralela al abandono de la reivindicación por la
República en unos casos, o en una defensa de ella carente de fuerza y
coherencia en otros.
Y es que, en segundo lugar, resulta
inconsistente defender la República como fórmula de Estado democrática y
al mismo tiempo mantener unas instituciones públicas desprovistas de
todo poder y ajenas a las aspiraciones democráticas de los pueblos. Se
ha señalado siempre y con toda razón que, aparte de los problemas
económicos que entraña el euro, está el político, derivado del
vaciamiento que sufren desde el punto de vista democrático e ideológico
las sociedades cuando por las restricciones económicas y las exigencias
de las instituciones europeas y los poderes económicos no cabe sino una
única política. En el caso de Grecia está todavía todo muy reciente,
pero cabe recordar que la austeridad como criterio básico de la política
económica y social la inauguró el PSOE en el año 2010; y que las
instancias europeas, ante la falta de rigor de todos los partidos al
diseñar sus propuestas electorales, participando en un engaño colectivo,
no dejan de recordar que el “austericidio” no ha acabado.
Por último, hay que poner de manifiesto
que la República, como mascarón de proa de un nuevo régimen tiene la
necesidad imperiosa de resolver los problemas sociales y económicos de
los ciudadanos. Enemigos encontrará siempre la República en un país
todavía profundamente irracional y reaccionario, pero no cabe impulsarla
sin tener presente que su implantación debe ir acompañada de la
recuperación de la soberanía económica y monetaria para evitar
sumergirse en las luchas políticas derivadas de una situación económica y
social desoladora. La III Republica no es la continuidad de la II, pero
no hay que olvidar la historia.
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